lunes, 20 de agosto de 2007

Canto de viña

Canto de viña

En una ciudad ubicada en las Cumbres Calchaquíes, Francisco Ferreira recogía día a día las uvas que llenaban la canasta, el camión, su día de trabajo y también su vida.
Le gustaba mucho trabajar allí, aunque sus manos estaban ajadas por el paso de los soles. Cuentan que una nublada tarde de primavera Francisco cortaba racimo tras racimo y contaba moneda tras moneda que alimentarían a sus ocho hijos. Y en un instante mágico, sin dejar quietas sus cansadas manos, levantó la vista al cielo y de entre los blancos algodones apareció un dios con forma de viento, de esos que soplan para que las copas se llenen. Baco parece ser su nombre. Quien para sorpresa del buen hombre hizo tronar su voz diciendo:

AH!...ya no queda poeta que pueda escribir un canto renovado,
Sólo tú cosechas el mejor canto con tus manos.
Los hombres me han fallado,
Se han matado, traicionado y explotado
por tenerme entre sus bienes más preciados.
Pero se han equivocado.
Y por eso les concederé el dolor, la tristeza y el llanto,
Porque han arruinado la sonrisa,
con la que nuestro vínculo había comenzado.

Francisco Ferreira entonces comprendió, allá por el comienzo de los tiempos, el porqué de los tragos amargos a los que estamos destinados.

sábado, 28 de julio de 2007

J, en el carnaval.

J. corría desesperadamente por la angosta calle. Las casas y los grises edificios se elevaban por encima de su cabeza. Su cuerpo entero, agitado por una sensación mezcla de éxtasis y temor, avanzaba, ante un fuerte viento que envolvía sus cabellos largos y blancos, en remolinos.
Un torbellino de tótems, indios danzando y oscura sangre esparcida por el suelo, aquilataban su pensamiento. El carnaval había concluido.
Una alteración en su espíritu, vaciado del lugar y del momento de la escena, le conmovían. Las voces de aquellos instrumentos, por segundos, cuando el viento se calmaba y su corazón se apagaba, le perseguían ondulantes. Su respiración estalló entrecortada; los pasos del seguidor eran sonoros. Sus oídos los percibían vacíos, con un eco perturbador.
La enorme figura, desdibujada detrás del hombre de negros rizos, se observaba atroz, entre la tierra, la espesa niebla y las hojas que se alzaban en giros interminables...
Allí estaba, cada vez que J. volvía su cabeza, deformada por una antigua cicatriz, que desde su infancia no le había permitido crecer el pelo por sobre la oreja, en el hemisferio derecho de su cráneo alargado y endeble. Pero el tiempo arrebatador hubo hecho que olvidara el por qué de esa marca clavada en él. Sus verdes ojos, llenos de miedo, quebrados por la fatiga y el dolor se esforzaron por ver más allá, hacia los vivos colores del traje vibrante del otro hombre, los cuales contrastaban con los tonos apagados de las rústicas balaustradas.

La tarde de azules pintados se ennegrecía. Eran J., el extraño callejón y el otro sujeto.
Repentinamente, regresó su frente para comprobar cuán lejos se encontraba de quien lo acosaba, pues sus piernas le eran ajenas. Se preguntaba a sí mismo dónde estaría, en qué lugar terminaría aquella carrera infinita... De pronto, vió que el colorido hombre empuñaba un torcido cuchillo. J había adivinado, en ese enorme ser, un semblante cómico y espantoso, a la vez. Tuvo una clara visión, eso que se le dibujaba como un rostro tallado y sonriente era una grave máscara. Su corazón se inflamó y se le heló la sangre. Aquel sujeto, pensó, y la imagen orgiástica de la gente amontonada, transpirada y algo demencial apareció en su confundida mente. Ese extraño personaje fue quien había apuñalado fieramente al otro, en medio de esa engañosa algarabía, arrojándolo a los brazos del que estaba a su lado y éste no pudo impedir que un llanto púrpura le manchara el cuidado ropaje.
Un silencio inmenso conmovió el instante en que los ojos fríos del asesino se posaron sobre los suyos. No sabía ya hacia dónde correr; la resquebrajada callejuela iba hacia una sola dirección. Extraño fue que no hubiera ninguna calle que comunicase con ella, nada, ni siquiera un apretado pasillo que lo conectase con la salida.
Entonces, su esquelético cuerpo se adelantó unos metros más, pero su vista se topó con un negro paredón, de una altura inalcanzable a sus manos y saltos. Ahí terminaba el camino. Por un segundo se agolparon de nuevo varias imágenes en su memoria. El gran perseguidor estaba allí, a dos pasos de J., con la mirada ladina de quien viene en busca de algo que le ha pertenecido y debe volver a sus manos. Lo único que no disimulaba su máscara era una sonrisa ampulosa, como todo lo que existía en ese sujeto.
El cuchillo brilló entornado y de la empuñadura caían gotas de sangre, que acariciaban sus toscos dedos. Un temor dulce invadió el alma de J., recostado contra la pared. La sombría figura del enmascarado semejábale un demonio. Se preguntó otra vez qué diablos hacia en ese sitio, y pensó que el siniestro ser, sonriente debajo del tapujo, lo oía, aunque eso era simplemente una ilusión... Un viento abrazó los cuerpos de los hombres, que se sacudieron encendidos de cólera. El movimiento ágil del cuchillo acompañó el sonido de su espalda y el frío de su vientre contra la tapia. Con patadas frenéticas consiguió J. alejar a la bestia, que contemplaba risueña la sangre que fluía del estómago y le mojaba la blanca camisa. Luego, en el suelo, arrostrándose entre papeles, bolsas y oxidados tachos de residuo, sintió la muerte. Sus ojos se desorbitaron. Experimentó la oscura tranquilidad que su ánimo sólo encontraba después de una gran fiesta. Ahora todo se derrumbaba, también se acababa esa vida de placeres triviales y de nobles impulsos insatisfechos...
Sin embargo, su mano tocó una fría reja que parecía la de un conducto y que se encontraba a su alcance: en el lugar perfecto, en el momento exacto donde se unen pared y piso, vida y muerte. La arrancó con fuerza, mientras veía cómo el demonio enmascarado contemplaba su fina obra... sus débiles miembros entraron en el conducto y, con lo que sintió como último impulso de vida, se empujó con uno de los tachos, para salir del otro lado del muro, por lo que era un canal lleno de barro, aceite, en medio del hedor agrio que le transmitían los restos de vieja comida adheridos a su ropa. Algo de debilidad y extrañeza por la situación, se apoderó de J. Asimismo, logró incorporarse y miró con desesperación a su alrededor. Ya nadie había a su lado, y a pesar de entrada la noche, el dibujo del tapial no era el mismo. Un toque de alegría encontró su alma. Se tomó con ambas manos el orificio sangrante, levantándose la camisa. Comenzó a dar pasos lentos y bamboleantes y comprobó que no lo seguía. La sangre perdida era bastante, pero no la suficiente como para dejarse morir...”Ya estoy a salvo”, caviló un poco reconfortado, ya no tan agitado y confundido.

La noche era espesa, como la niebla; el viento había cesado; un olor dulce a flores llegaba hasta él, entrecortado. Mantuvo los ojos bien abiertos. Poco después, se cruzó con tres muchachos en la acera sucia y más allá, con otros dos: venían con grandes disfraces y brillantes máscaras en sus manos. Todo era papeles, fuegos que se extinguían y ecos de voces murmuradas.
Imaginó una fiesta distinta de ese lado. Siempre lo habían atraído mucho los enigmáticos encuentros que emergían de esos antiguos rituales... Y sus párpados se cerraron junto a su último suspiro.

J. criador de gallinas

J. era un hombre solo. Al comienzo vivió con su madre, quien lo acompañó largos años por ser longeva. Sin embargo, la compañía de ella no aplacaba la soledad de aquél lánguido y reticente ser.
Acostumbraba a caminar por el patio mirando los pájaros que se posaban sobre las ramas de los durazneros, los nísperos y los naranjos que poblaban el verde. Pasaba las horas observando el movimiento de las inquietas aves al construir sus nidos. Miraba cada uno de éstos: sus caídas, la búsqueda de pequeñas ramas, los retornos al lugar del árbol elegido para tener su casa y sus crías.
Al parecer sabía un oficio o varios: había sido pintor, carpintero y quizás buen peón de campo durante sus jóvenes años de vida. También se había dedicado a criar gallinas, a las cuales acariciaba como si fueran los hijos que nunca había tenido.
A media mañana, recorría el gallinero en busca de los huevos que jamás eran más de cuatro. Y cuando entraba el sol en las tardecitas de verano J. se entretenía con sus coloradas: las tomaba por las patitas y ensayaba con ellas un vuelo corto, pero vuelo al fin. Cada uno de los días de su vida hacía su paso por aquel terreno cercado por un alto tejido en forma de rombos.
En la familia, sus hermanos, que no convivieron con el más que cuando eran niños, creían que estaba un tanto loco: “no es del todo cuerdo el pobrecito”, decían o bien, “no tiene todos los caramelos en la bolsa”. O, como expresaba su hermano, en quien la cordura no era una virtud, sobre todo cuando bebía unos tragos demás: “no le llega el agua al tanque al pobre” o “no tiene todos los jugadores en la cancha, pobrecito…”. Así era la comunicación entre los hermanos, la cual no parecía muy fluida y se constituía de algunas discusiones y no pocos insultos...
Él se asomaba detrás del tapial entre tímido y curioso, observando la gente que pasaba por la calle. Tenía algunos hábitos algo particulares. Le gustaba orinar o “ir de cuerpo”, como bien se dice, en contra del muro, o por qué no, cerca del duraznero en sucesivos actos que hacen pensar en cierta naturalidad primitiva o en la falta de pudor para exhibirse en medio del patio con el diario, que le servía de limpiador de las partes imaginadas, una vez terminada la acrobacia. Además, tenía por costumbre mear a un metro del baño de afuera, baño con escusado y puerta de madera al estilo campo. Llegaba hasta ahí y uno pensaba seguro viene apurado al baño porque se bajaba la bragueta desde que salía de la cocina, sin embargo nunca entraba donde debía y eso que tenía dos baños: uno dentro y otro a unos pasos de la casa.
Otras de sus rutinas eran los arreglos en su tallercito a la hora de la siesta. En el barrio cada uno dormía, mas J. quien no conocía las imposiciones del trabajo de ciudad, martillaba, serruchaba o cortaba (cuando no clavaba una chapa) al rayo del sol de mediodía. Varios vecinos le llamaron la atención sobre su trabajo a deshora. Y él los escuchaba con los brazos cruzados con una actitud en su rostro que tornaba entre el no entendimiento y la picardía inocente típica de un tonto o de un avivado.
En sus prácticas cotidianas también entraba “ir al mercado” o ir a la verdulería, como se dice comúnmente. Salía de su casa con un bolsito que tenía más años que él mismo, pero él lo amaba y lo llevaba siempre consigo. Iba a un pasito acelerado como con miedo de toparse con mucha gente, cosa a que no estaba acostumbrado. En la esquina de su casa, habían instalad un negocio que vendía verduras, alimentos y bebidas. Pero, por más que se quiera pensar lo contrario, J. no conocía cómo se ordenaban las cosas en el salón. Y nunca le compraría ni un caramelo a quienes alquilaban.
Poseía el don de una curiosidad sana: en el momento que algún vecino le pedía prestada una herramienta él siempre decía que sí, ahora bien, los seguía hasta el dormitorio de su casa o los acompañaba hasta donde fuese necesario, para controlar el uso que se le daba a su valioso metal.
No era un sujeto violento en cuanto a la fuerza física se refiere, pero era más puteador que un carrero cuado lo obligaban a hacer un trabajo que no deseaba. En ciertos usos se había acomodado a la vida ciudadana. Se pasaba muchas horas viendo televisión, se sentaba en la vereda en las tardes de verano, cobraba su pensión o daba unas vueltas por el centro una vez cada tanto.
Sus días se pasaban entre gallinas, golpes y descansos. Pero, vino a ocurrir que un día se muere su anciana madre, que en cierto sentido era una compañera de casa para él, algo así como si viviese con un amigo en una pensión para estudiantes. Y, cuando esto sucedió, J. comenzó a avejentarse: ya no salía a la vereda, se lo veía poco en la calle y se la pasaba más tiempo encerrado mirando la tele. Además, tampoco eran las mismas las recorridas por el gallinero, ni la cantidad de ponedoras restantes, si se las puede llamar así. Allí estaba J. junto a sus miserias, que para él eran el más grande de los tesoros, quieto, casi inmóvil. Pero, la gota que vino a rebalsar el vaso fue cuando por motivo de la construcción de la casa de su sobrina, le fueron desarmando el gallinero. A partir de ese momento, su canto se apagó como el de una gallina que encuentra el cobijo de la noche, lejos del peligro de una alimaña. Entonces, le quedó poco aire por respirar a este J., muy mentado por sus vecinos (incluso más que por sus parientes) y todo se derrumbó tal como el tejido que cuidaba de sus emplumadas aves.
Lo encontraron muerto una tarde de mucho calor, tumbado alrededor de su silla de fierro, con su gorro de siempre, en medio de la vereda. Dicen los que saben de campo que tuvo una muerte linda, silenciosa, y que quedó con la pata dura como toro viejo que su dueño nunca quiso vender…

J., sin recetas.


Se encontraba sentado en su mullido sillón de terciopelo gris. La noche, que caía tras el ventanal, se mostraba callada y luminosa.
J. mordisqueaba sin esfuerzo las uñas de la mano izquierda frente a la luz resplandeciente del televisor. Estaba cómodo y su panza chocaba contra uno de los costados de su asiento. Apenas si podía mover, con mucho cuidado, sus flácidas piernas, ya que tanto peso le incomodaba, y en ciertas oportunidades, su cuerpo le era ajeno, casi inmanejable.
Allí, a unos centímetros de su voluptuosa mano derecha se hallaba el control remoto. Más atrás, a un lado de su sillón, se encontraba el negro, sucio y descuidado centro musical y una desordenada pila de CD junto a éste, dispersos por doquier.
La casa de J. había quedado cercada por grandes edificios, los que le propinaban una caudalosa sombra a toda hora del día. Por tal motivo, J. encendía las luces más temprano que los demás vecinos. Sin embargo, más allá de lo que pensarían éstos, había algo en la oscuridad que lo conquistaba. Él se había habituado a cierta penumbra que observaba como afín a un sentimiento íntimo e inexplicable.
Debido a su gordura, J. había hecho colocar unas rueditas metálicas a su confortable aposento. En su “silla mágica” – así le gustaba denominarla- se movía por toda su casa, entre la ropa tirada por el suelo y sus siete gatos. Los peludos felinos comían de lo que él se alimentaba. No le gustaba cocinarles, sólo los invitaba con sobras de su cotidiana comida y pocas veces, cuando tenían demasiada fortuna, podían comer crocantes productos para gatos, que J. hacía traer de la veterinaria hasta la casa.
Ellos siempre estaban rodeándolo: uno, en el respaldar; uno, sobre su abdomen, otros, encima de sus negros zapatos ortopédicos. Cada uno recogía el pedazo de pan, galleta o bizcocho, previamente masticado por su dueño y comenzaba a morderlo con delicadeza y armonía, acompañando quizás los compases de música clásica que J. escuchaba mientras veía sin ver un partido de fútbol alemán, español, inglés o de quién sabe que otro lugar del mundo.
Otras veces, J. , sin moverse del sillón, terminaba las tareas administrativas que le habían quedado “atrasadas del día anterior”. Así, al día siguiente en el ministerio tendría menos trabajo. Igualmente, J. tenía la sensación de que en su vida cualquier tarea que realizara “era para ayer”. “Todo lo que adelanté era para ayer”- solía decirse en voz baja, para sí mismo- “siempre pasa igual”.
Trabajaba por las mañanas desde muy temprano hasta entrada la siesta y sólo lo hacía de lunes a viernes.
En su casa, él ordenaba- aunque parezca raro- obsesivamente los papeles del departamento de personal, como si esto no entrara en el mismo orden lógico de los restantes objetos del hogar. El resto del tiempo lo ocupaba en atender sus hobbies: mirar T.V., escuchar música, cocinar sólo para él, hacer algunas apuestas a los caballos los sábados a la tarde, o jugar a las cartas con sus compañeros del Ministerio, los fines de semana.
Constantemente J. tomaba el teléfono para pedir comida hecha, con lo cual ya había probado el noventa por ciento de las pizzas, los carlitos, los sanwichs más impensados, además de los pollos y las carnes asadas más variadas de la ciudad. Pero, los días en que se levantaba de buen humor (que eran realmente escasos) todas sus energías las entregaba a satisfacer su deseo de autoelogiarse con una sabrosa comida, en honor a su gula.

De tal modo, J. con aires de experto, preparaba la tabla, dónde la puse, qué manera de haber porquerías aquí acaaá esstá bárbaro, ah tengo que aflojarle un poco al morfi porque estoy como un cerdo, repasaba con la sucia rejilla su afilada cuchilla blanca, este gil de Juanchi no avisó si venía o no el fin de semana ojalá esta vez me toque a mi muy buena carne me vendió el rata del carnicero que bien que está la mujer le pondré ajo y perejil? No, sin grasa un buen lomo como el de élla siempre arregladita y perfumada en la caja esa boca carnosa parece mentira justo élla y sus escotes siempre bien bronceadita qué mugre tiene este repasador tiene un color hermoso piel de durazno ah, no tengo que ponerle tanta sal el médico me tiene harto cómo era que se separaba la piel de la carne del morrón, lo ví en la tele fatal, la cortaré en rebanadas? Sí, a lo mejor encuentro el encendedor, bueno todo listo, qué calor hace en esta cocina encima casi no entro, pongo la olla essen y en marcha, recogía su pimentero de madera, todo, con la paciencia y destreza de un artesano que labra sus mates con blanca alpaca, agregamos un poco de caldo y este vino fiero que trajo Abel más dulce que... zarpamos a cambiar de canal esta haciendo buen olorcito esto quién lo diría con ese blanco que no lo toman ni los crotos ja, ja, gato eso no se hace: Petrus, dejale un lugarcito a Gatubela qué gato capón más uy y esta rubia, epa! que no se pegue a estos azulejos habría que cambiarlos a todos esa grasa no se le sale ni limpiándolos una semana, bien, casi listo ahora unos aderezos y esa mini que tenía puesta hoy como se la bajo despacito y por qué no un poco de orégano es una máquina no se cómo hace el pelado para atajar semejante corte ja, ahora sí un pizca de pimienta y un toque de queso rallado en la mesa, exquisito, digno de un señor como yo no, no, Uds. tómenselas ahí tienen su producto fortificado con sabor a pescado rico, tierno y jugoso el lomo... No obstante, este ritual sólo lo hacía para complacerse a sí mismo: le encantaba respirar en su casa el olor suave y dulzón de las salsas, mezcla de vino, esencias, tiernas verduras y rojas carnes. O detenerse a observar la primitiva danza del fuego, con su colas azules y el chillido manso y constante de la grasa al caer sobre las brasas, los ojos fijos en la chimenea, que usaba exclusivamente para hacer asados, en invierno, sólo si conseguía que le trajeran leña a su casa. Además, era imposible que él invitara a cenar a sus compañeros de juego. En cambio, prefería exaltarse como un destacado gourmet, dominado por afrodisíacas fuerzas interiores, las cuales si tomaban caminos excesivos, eran reprimidas por él con mucho esfuerzo, para no “reventar como un sapo” de tanto tragar.

Lo único que compartía con quienes más de una vez lo “pelaban” en el juego eran unas botellas de cerveza que él mismo preparaba con una receta que le había enviado meses atrás, a través del correo electrónico, un conocido de la adolescencia, que ahora vivía en Munich y con el que remotamente se escribía. Ocupación líquida que emprendía en los momentos libres, los fines de semana, siempre que no jugaran a las cartas. La había denominado Osiris, rememorando la cultura egipcia y hasta le pegaba la etiqueta, que imprimía a todo color en el Ministerio, donde se ilustraba a Osiris junto a Anubis en un fabuloso mundo subterráneo, que J. imaginaba como el lugar donde guardaban la cerveza a fin de mantenerla fresca, colorida y corpórea. La preparaba con arroz, y la dejaba estacionar unos días debajo del aparador, un sitio frío y seco, al alcance de sus manos.
Luego la probaba con la exquisitez de un enólogo y comprobaba si estaba lista para ser paladeada por las gargantas (siempre) sedientas de los empedernidos jugadores, previo paso por la heladera.

Las veces que se reunían sus conocidos a jugar cartas en casa del gordo J., éste destapaba una elegante botella de whisky escocés, la cual esperaba ansiosa a ser bebida por sus pares de juego. También ponía unos bocaditos, tarteletas, aceitunas negras, maníes y salamines caseros con panes cortados en rodajas, diseminados en cada esquina de la mesa, donde no molestasen a la mano, entre los vasos servidos, los ceniceros atiborrados de colillas y las fichas con que apostaban.
Jugaban solamente poker. Cada mano jugada se hacía perezosa; cada jugador, anónimo detrás de los naipes, realizaba su apuesta. Y acto seguido, con gestos que reproducían encuentros clandestinos en viejos bares, sacados de films hollywoodenses o, por qué no, de un ambiente digno de “Al Capone”, acomodaban sus fichas ganadas en sus respectivos rincones, que siempre eran los mismos, por cuestiones de cábala que no podían incumplirse.
De tal manera, los encuentros se repetían y J. perdía sucesivamente casi todas las veces que se juntaban “cartas en mano”, otra vez sopa! qué nabo si dejaba el As ...perra suerte, picantón el salamín del super, no importa la próxima vuelta lo espero y lo dejo sin una sola ficha a ese bagre con eso de que tiene cinco hijos jodete! bien bueno este maní recubierto qué vicio y el humo miércole! parece una cocina coreana voy a abrir un poco la ventana, Full, Color, venga, de nuevo me partió este Abel tan bien que se hacía el sota... Sin embargo, no lo perturbaba en lo más mínimo que esto fuese así. Era plata que había ganado a los caballos o que guardaba sin saber que fin le daría.

Y los días de J. se sucedían sin cambios, con pocas o ninguna modificación en sus rutinas. Pero en una ocasión, él se sintió muy descompuesto, atacado por algunos excesos. Parecía el fin. Había comido “como loco” y su panza era un indomable postre de gelatina. La resaca de una amanecida tras una noche de alcohol, picadas, hamburguesas, y apuestas lo llevaron a la miseria. Sin dinero, sin energías, hecho un trapo viejo y sucio se arrastraba por el piso nunca limpio de su sombría casa. El teléfono estaba ahí, a unos metros de donde se hallaba el gordo J., orinado y vomitado de tal modo que se lo podría asemejar a Gargantúa haciendo alguna de sus grotescas travesuras. Lo que lo diferenciaba del reconocido personaje era ese sesgo oscuro, que no constituía sólo parte de su ropa sino también de todo lo que lo rodeaba, de toda su vida, que ahora se le representaba como una inmensa burla, como un sinfín de agujeros negros sin salidas...
Ahora J estaba en medio de un sentimiento contradictorio, el cual, por un lado, lo inclinaba a sentirse la peor escoria humana, y por el otro, lo hacia moverse hasta el aparato de teléfono para intentar una llamada que le salvara la vida. Y al fin lo alcanzó, temblando de odio y sudor. Y su voz se quebró en un llamado de emergencia.
Un hilo de voz quedó registrado en el contestador automático de la Central de Salud, en la que en esos minutos se realizba un cambio de guardia...hip,... ahh...toy jodido y dónde carajo dejé el celular, qué porquería justo cua-ndo más lo necesi- hip-tás...salgan, salgan gatos ahora no!, ...me voy...sí hablo por una emer-sshhhsshh-gencia, urgencia? , emergencia le di-go ah..., sí, calle J.D.P...al 1974...hasta acá llegué, ¡que amarga mueca esta vida!... pobre de mí, tanto mal habré hecho, pero qué hice, todo se cae tan pronto... qué tenía esa añeja bebida , me destrozó,...ah! por qué tantos excesos, ahora sólo resta lo peor o mi condena, mi condena!!... Jadeos, silencios entrecortados por agudos maullidos y golpeteos de gotas de agua sobre el cielorraso llenaron el largo instante. Fue una madrugada espantosa: sus compañeros de juego se marcharon pues la tormenta de piedras y viento les desarmó los autos y tuvieron que huir adonde pudieron...Y una sola cosa era clara: la llamada de J. sólo se registró en parte y con las interferencias en la línea, más los desastres del inclemente tiempo, no se pudo oír jamás la dirección desde donde era realizada ...

Dos días después, los vecinos lo hallaron luego de sospechar que “algo malo le habrá pasado al gordo para que no se lo vea salir a laburar” y además, todos desconfiaron al no ver ninguna luz a media tarde en la casa de J., la cual era infaltable.

La policía lo encontró tirado a un lado del anónimo teléfono, que aún despedía un ruido agudo y constante. Estaba morado, lo que muy probablemente indicara que murió de un ataque cardíaco. Sus pacíficos gatos fueron localizados a su lado, con una actitud inmóvil, todos en torno al cuerpo de quien fuera su dueño ...
Hoy la situación está en manos de la policía y de sus vecinos, ya que el gordo J. era un hombre solitario y soltero que quizás esperara unirse con sus hermanos en lo que vendría, si es que algo vendría.

Teulo

Esos heladeros...

Había una vez un niño llamado J. que odiaba a los heladeros. Los odiaba con una fuerza extraordinaria: la que le permitían sus diez pequeños años.
Siempre pasaban frente a la ventana de su cuarto, interrumpiendo su serena siesta.
No era uno el que lo impacientaba. Eran varios, según recuerda, al menos cuatro. Todos llevaban esa maldita música que quizás tuviera algo de suave y melodiosa en los días tranquilos, cuando él se levantaba de buen humor y casi se olvidaba de la habitual siesta, entretenido con el jueguito o leyendo los cuentos, que sabía regalarle su abuela materna.

Poco a poco, pasaban los años y el niño, J., los aborrecía más y más. Constantemente, desfilaban por la calle de su barrio un afilador de tijeras y cuchillos, un viejo vendedor de ropa, un heladero y otro heladero. Estos últimos iban con distintas canciones incorporadas a sus bicicletas, junto a la conservadora o con alguna corneta y gritando “heladeerooo!”, “heladeerooo! , o también “¡helado, palito, bombón heladooo! Cruzaban la avenida con el sol sobre sus espaldas, cada una de las siestas de su vida. Algunos vecinos, ofuscados por su ingrata presencia, acudieron a la municipalidad o comuna, a las vecinales, a inspectores de transito, alegando que aquéllos “iban en contramano”, e incluso llegaron a pensar en contratar a algunos de esos locos de las armas, o un francotirador, para ver si los podían liquidar de a poco, como si fueran accidentes comunes o enfrentamientos – “llamados, a veces, ajustes de cuentas”- entre dos grupos de la villa aledaña.

La cuestión es que pasaban los años y J. se hacía adolescente y, después, adulto y el problema de los heladeros a la siesta seguía.
Ya adulto, J. necesitaba descansar bien a la siesta para poder volver al trabajo con más energías. Pero esto no podía continuar así.
Un buen día se le ocurrió ir eliminándolos uno a uno. Cada momento en que hacía un análisis sociológico de la situación, le parecía que estos tipos no querían trabajar en otra cosa y les gustaba aprovecharse de los pibes pequeños. Asimismo, llegó a sospechar que los heladeros eran la punta de un iceberg de una red de traficantes de órganos. Iban siempre vestidos de blanco será por esa razón que su imaginario social- al parecer aún casi infantil- los describía así.
Decía que ese buen día los iría matando uno tras otro. ¿Qué usaría para hacerlo? ... Su imaginación era vastísima y su coraje, con el tiempo, se fortalecía. De tal modo es que decidió envenenar al primero, el que pasaba a las tres en punto de la tarde, con un fino dardo, desde una obra abandonada hacía unos años. De allí dispararía con su rifle. Había elegido estricnina y ya había montado su arma... El plan estaba más que medido. A esa hora no andaría nadie por la calle. Hacía cerca de cuarenta grados.
Entonces fue así como lo ejecutó: tal como lo había pensado. Y, el primero en caer tuvo la mala fortuna de desvanecerse y dar su cabeza contra la acera, donde extravió el mortal dardo y fue tomado por muerte natural. La policía y los parientes la justificaron pues sufría de insuficiencia cardiaca. Un viejo policía sentenció, en ese momento: “muerte accidental causada por muerte natural”, guiado por su viejo vicio causístico.
Naturalmente, no había sospechas sobre el hombre que odiaba a los heladeros, porque esa figura podía asumir varios rostros.
Ciertos medios radiales y de prensa escrita del lugar comenzaron a hacer comentarios al respecto, lo que contribuyó solamente a que los heladeros vendieran aún más. Pitos y cornetas sonaban casi a coro, en la siesta santafesina.
Nuestro hombre, J., perdía la paciencia nuevamente y, ensayaba nuevas estrategias... “A la caza del heladero. Un modelo para desarmar”, pensaba afectado.
En su segundo ataque no debía quedar tan expuesto porque, aunque todavía no había sospechosos y el caso se suponía que había concluido, tuvo la suerte de que el terrible dardo se perdiera en el desprolijo césped. Pero, ahora no le era posible fallar.
Una aburrida tarde se ocupó de seguir al otro heladero que frecuentaba el barrio. Ahora también sabía donde vivía. No le robaría la bicicleta, no tanto porque lo creyera imposible, sino porque su proyecto era más sutil. Pagaría a un viejo conocido, dedicado al comercio de bicicletas propias y ajenas. El gordo Carlos era quien ejecutaría el trabajo fino y dejaría flojas las tuercas para que la bici del heladero se desarmara cuando éste tomara velocidad.
De este modo, todo simularía un accidente...

Al tiempo de concluido dicho proyecto, los medios gráficos locales publicaron en tapa: “Intrigas en torno a la muerte y al accidente de dos heladeros”, en el barrio Candioti Norte.
Al último heladero que recorrió el barrio, después de los sucesos, se lo vio persignarse antes de entrar. Se dice, además en Candioti, que ahora los heladeros que pasan – que son pocos- lo hacen luego de las 16. 30hs., y que la gente está deseosa de saber quién fue el mentor de semejantes actos contra los heladeros... Dicen allí: “ ...el silencio a la siesta es algo de lo que gozamos los pobres. No podemos comprarlo como hacen los ricos, sino que nos lo procuramos de cualquier manera viste, ¡que esto lo sepan todos! ...”
Se comenta en el lugar, que ese heladero rubio, venido de otro barrio se quebró una pierna y un brazo al caer de forma inesperada de su bicicleta y que ahora “vendrán unos meses de tranquilidad por aquí.”